Nueva Sala de Lectura Infantil y Juvenil en la Biblioteca Municipal

    Desde hace unos días, nuestra torre de libros cuenta con una nueva dependencia, la Sala de Lectura Infantil y Juvenil, instalada en el espacio acristalado del pasillo de la primera planta que da acceso a la Sala de Lectura general.


   El acondicionamiento, realizado con presupuesto a cargo de la Concejalía de Cultura, Educación, Biblioteca y Juventud, ha consistido, primero, en la retirada de los armarios que cubrían tres paredes de la sala, limpieza, pintura y colocación de tres lienzos de estanterías nuevas, en las que se han ordenado los libros con un código de colores según edades. El mobiliario actual, compuesto por dos grandes mesas de trabajo, se completará con unas mesas y sillas para l@s más pequeñ@s.


    La ambientación de la sala ha sido obra de Luis Blanco, que ha habilitado parte de una pared como pizarra donde niños y niñas puedan dar rienda suelta a su imaginación con tizas de colores, y que ha sabido aprovechar la pared de cristal para ilustrarla bellamente con motivos del libro El principito



    





Una torre de libros algo más espaciosa


Desde ayer, nuestra Biblioteca Municipal cuenta con un nuevo espacio destinado a depósito de libros. Esta nueva sala descongestionará la actual Sala de Lectura, donde, literalmente, no cabía un libro más.


Esta ampliación forma parte del proyecto, iniciado a comienzos del verano pasado, de reestructuración, catalogación digital de todo el fondo bibliográfico y expurgo de ejemplares deteriorados de nuestra Biblioteca.


Quedan, por tanto, unas semanas de mudanza y trasiego, de limpieza de estanterías y reubicación de libros. 
Pedimos por anticipado disculpas a l@s usuari@s de la biblioteca por las molestias.


Si el corazón pensara dejaría de latir


Ahora sabemos que el capitán Alegría eligió su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sin pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer implorante y, ante un enemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un rendido!».
Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litúrgica, no bélica. «Soy un rendido.» Durante dos o tres noches, nos consta, el capitán Alegría estuvo definiendo este momento. Es probable que se negara a decir «me rindo» porque esa frase respondería a algo congelado en un instante cuando la verdad es que él se había ido rindiendo poco a poco. Primero se rindió, después se entregó al enemigo. Cuando tuvo oportunidad de hablar de ello, definió su gesto como una victoria al revés. «Aunque todas las guerras se pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio», concluía en una carta que escribió a su novia Inés en enero de 1938. Ahora sabemos que él, sin saberlo, había rechazado de antemano ambas opciones.
Sabiendo ahora lo que sabemos de Carlos Alegría, podemos afirmar que durante el tránsito entre las dos trincheras sólo escuchó el alboroto de su pánico. Todos los ruidos, todas las explosiones, todos los gritos, fueron absorbidos por el silencio de la noche. Madrid estaba al fondo como un escenario, salpicando la tibieza del aire con los perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba a su pesar. Madrid se agazapaba.
Así comenzó la derrota del capitán Alegría. Durante tres largos años había observado a ese enemigo desarrapado y paisano, resignado a que otro ejército, el suyo, anonadara esa ciudad inmóvil, silenciosa, que había trazado sus límites al azar, tras unas trincheras desde las que hacía tiempo nadie esperaba un ataque. «La violencia y el dolor, la rabia y la debilidad, se amalgaman con el tiempo en una religión de supervivencias, en un ritual de esperas donde entonan la misma salmodia el que mata y el que muere, la víctima y su verdugo; ya sólo se habla la lengua de la espada o el idioma de la herida», escribió Alegría a su profesor de Derecho Natural en Salamanca dos meses antes de rendirse al enemigo.
Tres años dedicado a la intendencia con el rigor maniático del agrimensor, con la intransigencia del hijo único, para que nadie obtuviera un proyectil sin la orden oportuna ni a nadie le faltara el rancho para seguir combatiendo. Fueron también tres años escrutando la derrota con los prismáticos verdosos que su centro de Intendencia distribuía regularmente entre los estrategas de la guerra, entre los observadores del combate, entre los curiosos de la muerte. Los horrores que no vio se los habían contado.
Desde su adarve, observaba al enemigo, le veía ir y venir de la oficina al frente, del frente al taller, del ejército a la familia, de la rutina a la muerte. Al principio pensó que era un ejército sin alma de ejército y que por ello debería ser vencido. Con el tiempo, llegó a la conclusión —y así lo reflejó en sus cartas— de que era un ejército civil, «que es lo mismo que ser un ave subterránea o una alimaña angélica». Finalmente, viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la derrota convirtió a aquellos milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre lleva las de perder el que más muertos sepulta.
La primera vez que el capitán Alegría estuvo cerca del riesgo fue, precisamente, el día que comienza esta historia. Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse, entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo. Alegría insistió varias veces sobre ello cuando fue acusado de traición. Pero eso ocurrió más tarde.
En una confidencia inoportuna que días más tarde utilizaría el fiscal militar para pedir su muerte con ignominia, Alegría confesó a un suboficial intachable que los defensores de la República hubieran humillado más al ejército de Franco rindiéndose el primer día de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba. Sin muertos, dijo, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados.
Aunque se unió al ejército sublevado en julio de 1936, al principio estuvo bajo la indecisión de sus mandos, que no veían en aquel alférez provisional las cualidades de un guerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde su rectitud y su formación serían más útiles que en el campo de batalla. Sin embargo, sabemos por los comentarios a sus compañeros de armas que un cansancio sumergido y el pasar de los muertos le transformó, según sus propias palabras, en un vivo rutinario. Aun así, a finales de 1938, fue ascendido al grado de capitán para premiar su celo.

Alberto Méndez, Los girasoles ciegos (2004)


Elegía I

Mi alma es casi dichosa y casi triste
porque el cielo es el mismo cielo de nuestra dicha
y el amor que me inspira,
ay, es el mismo amor de aquellos días.

Y por eso mi alma, triste y dichosa a un tiempo,
es igual que una virgen embriagada
o una antigua bacante
que ríe y llora ebria en las colinas,
y está loca de vientos y de lunas,
de soles y de pinos y de altura,
y llora y ríe sin saber qué hace
y sus pies en las flores despiertan leve música
y el torrente acompaña sus éxtasis salvajes
y el crepúsculo besa sus mejillas
y la creación resuena a su voz amorosa
y le responde con ardientes ecos,
y a través de la sombra
con sus astros lejanos le contestan los cielos.

Así, mi alma no sabe qué dice ni qué calla
y está casi dichosa y casi triste
y sin saber por qué llora y sonríe
y canta y se lamenta,
y va como una virgen destrenzada y desnuda
por valles y montañas,
y los pastores huyen a su paso
y las mozas se ocultan para verla,
y su fervor por todo es tan divino,
y su amor tan ardiente
que nadie lo comparte,
y por eso va sola
por las verdes colinas y las montañas grises,
sola, casi dichosa y casi triste.


Ricardo Molina, Elegías de Sandua

La sequía y la ruta 66


Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde. A finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió un día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el borde de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y después de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el campo gris. 
En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas del maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra palideció día a día. 
En las carreteras por donde se movían los troncos de animales, donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la removían, la costra se rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se moviera levantaba polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa que le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las cercas y un automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba mucho en volver a asentarse. 
A mediados de junio llegaron grandes nubes procedentes de Texas y del Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En los campos, los hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y levantaron dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los caballos mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras ellas el cielo volvió a ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres donde las gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y nada más. 
Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un día y el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo subió de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos e invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a poco el polvo se mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra, soltó el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire penachos grises como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido seco, impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino que desapareció en el oscuro cielo. 
El viento creció, removió bajo las piedras, levantó paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una estela mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol brilló rojizo a través de ellos, y el aire se volvió áspero y picante. Por la noche el viento corrió más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre las raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas hojas hasta que el viento entrometido liberó las raíces y, entonces, los tallos se ladearon cansinos hacia la tierra apuntando en la dirección del viento.
Llegó la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un débil círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día, el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó sobre el maíz caído. 
Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y para salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas. La noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a cal y canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que entró era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera polen en sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros. Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas. 
A media noche el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de polvo amortiguaba el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados en silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos, un canto amortiguado y las personas se removieron inquietas en sus camas deseando que llegara la mañana. Sabían que el polvo tardaría mucho tiempo en dejar el aire y asentarse. Por la mañana el polvo colgó como una niebla y el sol era de un rojo intenso, igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme cubrió la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de los postes de las cercas y sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la maleza y los árboles. 
Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia. Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder, muriendo deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película de polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo. Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia que el maíz se perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y pusieron sus sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se vendrían abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con esmero, sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir. Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron: No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la situación tenía arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron en lo más hondo que no había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar y los niños empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día avanzaba, el sol fue perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra cubierta de polvo. Los hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon con palitos y piedras pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y calculando.

John Steinbeck, Las uvas de la ira

La tela de Penélope, o quién engaña a quién


Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.


Augusto Monterroso, Cuentos.

Habla Juan de Mairena a sus alumnos


I

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Agamenón.-Conforme.
El porquero.-No me convence.

**

(Mairena[1], en su clase de Retórica y Poética.)

—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.»
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle.»
Mairena.-No está mal.

**

—Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada. En todo orador de nuestros días hay siempre un periodista chapucero. Lo importante es hablar bien: con viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por añadidura.

**



[1] Juan de Mairena es poeta, filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla (1865). Murió en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poética, de una colección de poesías, Coplas mecánicas, y de un tratado de metafísica: Los siente reversos.

La famosa cuestión


HAMLET
         Ser o no ser… He ahí el dilema.
¿Qué es mejor para el alma,
sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos,
o levantarse en armas contra el océano del mal,
y oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir…
Nada más; y decir así que con un sueño
damos fin  a las llagas del corazón
y a todos los males, herencia de la carne,
y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir,
dormir… ¡Soñar acaso! ¡Qué difícil! Pues en el sueño
de la muerte ¿qué sueños sobrevendrán
cuando despojados de ataduras mortales
encontremos la paz? He ahí la razón
por la que tan longeva llega a ser la desgracia.
¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,
la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio,
la angustia del amor despreciado, la espera del juicio,
la arrogancia del poderoso, y la humillación
que la virtud recibe de quien es indigno,
cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso
en el filo desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar
tanto? ¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una carga
tan pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte
—ese país por descubrir, de cuyos confines
ningún viajero retorna— que confunde la voluntad
haciéndonos pacientes ante el infortunio
antes que volar hacia un mal desconocido.
La conciencia, así, hace a todos cobardes
y, así, el natural color de la resolución
se desvanece en tenues sombras del pensamiento;
y así empresas de importancia, y de gran valía,
llegan a torcer su rumbo al considerarse
para nunca volver a merecer el nombre
de la acción. Pero, silencio… la hermosa Ofelia ¡Ninfa,
en tus plegarias, jamás olvides mis pecados!

W. Shakespeare, Hamlet. Traducción del Instituto Shakespeare. Ediciones Octaedro, Barcelona, 1999.

Beatus ille: el nacimiento de un tópico literario y la ironía


Dichoso aquél que vive, lejos de los negocios,
como la antigua grey de los mortales;
y, con sus propios bueyes, labra el campo paterno,
libre del interés y de la usura.

No le despierta el fiero toque de la trompeta,
ni le aterra la mar embravecida;
y esquiva el foro público, y el umbral altanero
de las aristocráticas mansiones.

Enlaza, sabiamente, los elevados álamos
con el pujante brote de las vides;
o, en apartado valle, vigila los rebaños
de las reses que mugen y campean;

o poda con su hoz las inútiles ramas,
trasplantando las más reverdecidas;
o pone en limpios cántaros las estrujadas mieles,
o trasquila a las tímidas ovejas.

Y cuando alza el otoño su cabeza en los campos,
ornada con los frutos más suaves,
¡cómo goza cogiendo las injertadas peras
y unas uvas más rojas que la púrpura

para obsequiarte a ti, Príapo, y a ti, Padre
Silvano, protector de sus linderos!
Le gusta descansar bajo la vieja encina,
o en el tupido césped de algún prado;

mientras, las aguas corren por sus cauces profundos,
los pájaros se quejan en los bosques
y las fuentes murmuran en sus manantiales,
invitando a una leve somnolencia.

Y cuando el crudo invierno de Júpiter tonante
aguaceros y nieve nos depara,
empuja hacia las redes con una gran jauría,
de aquí y de allá, a los fieros jabalíes;

o extiende claras mallas con una breve pértiga
para atrapar a los voraces tordos;
o a la asustada liebre, y a la emigrante grulla,
apresa con el lazo como un triunfo.

Con todas estas cosas, ¿quién hay que no se olvide
de las penosas cuitas del amor?
Es más, si una mujer, atenta y pudorosa,
cuida su casa y a sus dulces hijos,

y, cual una sabina, curtida por el sol
como la esposa de un veloz apulio,
pone los troncos secos en el fuego sagrado
a la llegada del cansado esposo,

y, encerrando el ganado en trenzados apriscos,
deja vacías las repletas ubres,
y, sacando del ánfora más preciada el buen mosto,
le prepara manjares no comprados,

entonces no querrá las ostras del Lucrino,
ni los escaros, ni los rodaballos,
aunque los arrojaran a nuestros propios mares
las tormentas que braman en Oriente;

ni llenarán su vientre las aves africanas,
ni el delicado francolín de Jonia,
ni serán más sabrosos que la fruta escogida
de las cuajadas ramas del olivo,

o plantas de acedera, que crecen en los prados,
y malvas, sanas para el cuerpo enfermo,
o el cordero que inmolan las fiestas Terminales,
o un tierno chivo arrebatado al lobo.

Con esta rica cena, ¡qué grato es contemplar
a las ovejas retornando a casa, 
a los pausados bueyes arrastrando el arado
—puesto al revés— con su cansino cuello,

y a los esclavos, signo de una rica familia,
alrededor de los radiantes Lares!

Cuando dijo estas cosas el usurero Alfio,
que desde ahora un labrador sería,
tomó todo el dinero que recogió en los Idus
y lo prestó de nuevo en las Calendas.

Versión de Esteban Torre

*
Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium,
paterna rura bobus exercet suis
solutus omni faenore

neque excitatur classico miles truci
neque horret iratum mare
forumque vitat et superba civium
potentiorum limina.

ergo aut adulta vitium propagine
altas maritat populos
aut in reducta valle mugientium
prospectat errantis greges

inutilisque falce ramos amputans
feliciores inserit
aut pressa puris mella condit amphoris
aut tondet infirmas ovis.

vel cum decorum mitibus pomis caput
Autumnus agris extulit,
ut gaudet insitiva decerpens pira
certantem et uvam purpurae,

qua muneretur te, Priape, et te, pater
Silvane, tutor finium.
libet iacere modo sub antiqua ilice,
modo in tenaci gramine:

labuntur altis interim ripis aquae,
queruntur in silvis aves
fontesque lymphis obstrepunt manantibus,
somnos quod invitet levis.

at cum tonantis annus hibernus Iovis
imbris nivisque conparat,
aut trudit acris hinc et hinc multa cane
apros in obstantis plagas

aut amite levi rara tendit retia
turdis edacibus dolos
pavidumque leporem et advenam laqueo gruem
iucunda captat praemia.

quis non malarum quas amor curas habet
haec inter obliviscitur?
quodsi pudica mulier in partem iuvet
domum atque dulcis liberos,

Sabina qualis aut perusta solibus
pernicis uxor Apuli,
sacrum vetustis exstruat lignis focum
lassi sub adventum viri

claudensque textis cratibus laetum pecus
distenta siccet ubera
et horna dulci vina promens dolio
dapes inemptas adparet:

non me Lucrina iuverint conchylia
magisve rhombus aut scari,
siquos Eois intonata fluctibus
hiems ad hoc vertat mare,

non Afra avis descendat in ventrem meum,
non attagen Ionicus
iucundior quam lecta de pinguissimis
oliva ramis arborum

aut herba lapathi prata amantis et gravi
malvae salubres corpori
vel agna festis caesa Terminalibus
vel haedus ereptus lupo.

has inter epulas ut iuvat pastas ovis
videre properantis domum,
videre fessos vomerem inversum boves
collo trahentis lánguido

positosque vernas, ditis examen domus,
circum renidentis Lares.

haec ubi locutus faenerator Alfius,
iam iam futurus rusticus,
omnem redegit idibus pecuniam,
quaerit kalendis ponere.



Quinto Horacio Flaco,  Épodos, II.

Carros de fuego




Hacia las seis les llegó cierto tufo. Humo de leña quemada. Se despabilaron un  poco de su media soñorra.
         —Coñó, Manuel, huele a hoguera.
         El otro olfateó.
         —Es cierto.
         Levantó la cabeza sobre la trinchera. Se aparejó los gemelos y quedó fijo en una era que había a su izquierda y al otro lado de la carretera bastante separada de la finca.
         —¿Qué es?
         —Van a quemar carros.
         —Ya, otro auto de fe —comentó don Lotario con sus labios de piedra pómez.
   Querrá usted decir otro carro de fe… Qué tiempos —siguió el guardia sin quitarse los gemelos.
—Deben ir ya quemados más de tres mil carros en este pueblo… Y no digamos en la provincia… Están quemando una edad que ha durado desde la prehistoria hasta nuestros días. Supongo que en otros países más listos estas hogueras las encendieron hace ya bastantes años.
Sobre las piedras de la era habían preparado montones de gavillas de sarmientos. Chicos y gañanes las hacinaban bajo y sobre los carros: rodeándolos, entre las ruedas, sobre el tablero. Eran cientos y cientos de gavillas. Los condenados en aquella tarde debían ser ocho o diez carros. Todos los de una labranza grande.
La hacina era más que regular. Y sobre ella asomaban los varales y escaleras de aquellos carros de roble americano que costaron un dineral y que ya no había sitio para ellos. Carros que habían quebrado durante siglos los empedrados y luego los adoquines de las calles del pueblo.
         Los construyeron aquellos carreteros parsimoniosos y artesanos que hubo por las calles del pueblo hasta ayer mismo.
         Y don Lotario recordaba al hermano Gayo, con sus barbas de profeta y el largo mandil, acuchillando el roble, puliendo los radios de la rueda, hembrando el cubo. Y al viejo Lillo, con la brocha en la mano pintando los “rayos”, como allí los llamaban, o aplicando las poleas de cadena de los carretones que llevaban las cubas de vino a la estación.
Las carreterías solían ser grandes encamarados. Cuando las piezas estaban cortadas y en condiciones, los armaban en la calle, con mucha paciencia, rodeados de muchachos y amigos. Carros de una mula, grandones y sólidos, de tipo valenciano. Carros alevines para el tiro de un asno. Carracos de yunta con una sola lanza. Galeras con miriñaque volador para llevar mieses; y los carretones de vino. Los carretones, al cabo de los años, olían a odre y las galeras de cuatro ruedas y con platillos sonaban por la siesta sobre los empedrados con un ruido de crótalos metálicos.
Trabajo les costó a los alcaldes silenciar las galeras, suprimir aquellos platillos que atronaban las tardes de agosto y las madrugadas.
Habían prendido fuego a los bordes de aquella parva de gavillas por distintos lados, y el humo se extendía por todo aquel llano.

F. García Pavón, El rapto de las Sabinas. Ediciones Destino, Barcelona, 1969




Paisaje, tiempo, ruina


Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real –porque el moderno dejó de serlo– se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien –tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches– dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.     
Para llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.
Casi todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba de la vega de Ferrellan el río, en un valle en artesa, se divide en una serie de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde –excepto los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada– corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:

Se prohíbe el paso.
Propiedad privada.

(Juan Benet, Volverás a Región. Ediciones Destino, Barcelona, 1981)

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XX Certamen de Narrativa Corta "Villa de Torrecampo"

Estimadas vecinas y vecinos:
         Como bien sabéis, y por desgracia, la pandemia del coronavirus ha obligado a suspender la romería y fiestas del Primero de Mayo; uno de los actos previstos, ya tradicional en el programa de actos, era la ceremonia de entrega del Premio de Narrativa Corta, que tendría que haberse celebrado hoy, 2 de mayo, en la Casa de la Cultura.
         Este acto de entrega es el último eslabón de una cadena que comenzó en noviembre de 2019, cuando se hicieron públicas las bases del XX Certamen de Narrativa Corta «Villa de Torrecampo». Una vez finalizado el plazo de recepción de trabajos, el 10 de enero de 2010, se hizo el reparto de copias a las 24 personas que han hecho una primera lectura y preselección. La tercera fase del proceso comenzó el 6 de marzo de 2010, con la entrega de las obras preseleccionadas al Jurado del Certamen, que debería emitir su fallo el 17 de abril.
         Dado el estado de alarma y el aislamiento preventivo de la población, y la cercanía de la fecha del fallo, la organización del Certamen consultó con el Presidente del Jurado y con la Alcaldía, que dieron el visto bueno para que el proceso continuase y se hiciera público el fallo en la fecha establecida, el 17 de abril, como se hizo, anunciándolo en la página web del Ayuntamiento y en las redes sociales.
         En lugar del acto de entrega, se ha visto conveniente publicar los siguientes contenidos en la página web del Ayuntamiento y en este blog —Una torre de libros— los siguientes materiales:
1.     Saluda del Presidente del Jurado.
2.     Copia del acta emitida por el Jurado en fecha de 17 de abril.
3.     Vídeo del autor galardonado.
4.     Cuento premiado.
Agradecemos desde aquí la encomiable labor de las 24 personas que hicieron la primera lectura y la preselección de 15 obras, de entre las 152 presentadas, aplicando rigurosos criterios en lo referente a la calidad de las mismas, así como la implicación de todos los miembros del Jurado, su esfuerzo, su sentido de la responsabilidad y su impecable labor.
Finamente, nuestro agradecimiento a la Hermandad de Nuestra Señora de las Veredas, y a la Asociación Benéfico Sociocultural y Deportiva PRASA-Torrecampo, patrocinadoras, junto con el Ayuntamiento, del Certamen de Narrativa Corta.
Con el deseo de que el año que viene podamos encontrarnos en la Casa de la Cultura, un cordial saludo.

Felices fiestas.

1. Saluda del Presidente del Jurado



2. Acta del Jurado (17 de abril de 2020)




3. Vídeo de Ricardo Martí Ruiz



4. La entrometida vecina de Dios (Texto completo)