El acondicionamiento, realizado con presupuesto a cargo de la Concejalía de Cultura, Educación, Biblioteca y Juventud, ha consistido, primero, en la retirada de los armarios que cubrían tres paredes de la sala, limpieza, pintura y colocación de tres lienzos de estanterías nuevas, en las que se han ordenado los libros con un código de colores según edades. El mobiliario actual, compuesto por dos grandes mesas de trabajo, se completará con unas mesas y sillas para l@s más pequeñ@s.
Nueva Sala de Lectura Infantil y Juvenil en la Biblioteca Municipal
Desde hace unos días, nuestra torre de libros cuenta con una nueva dependencia, la Sala de Lectura Infantil y Juvenil, instalada en el espacio acristalado del pasillo de la primera planta que da acceso a la Sala de Lectura general.
La ambientación de la sala ha sido obra de Luis Blanco, que ha habilitado parte de una pared como pizarra donde niños y niñas puedan dar rienda suelta a su imaginación con tizas de colores, y que ha sabido aprovechar la pared de cristal para ilustrarla bellamente con motivos del libro El principito.
Una torre de libros algo más espaciosa
Desde ayer, nuestra Biblioteca Municipal cuenta con un nuevo espacio destinado a depósito de libros. Esta nueva sala descongestionará la actual Sala de Lectura, donde, literalmente, no cabía un libro más.
Esta ampliación forma parte del proyecto, iniciado a comienzos del verano pasado, de reestructuración, catalogación digital de todo el fondo bibliográfico y expurgo de ejemplares deteriorados de nuestra Biblioteca.
Quedan, por tanto, unas semanas de mudanza y trasiego, de limpieza de estanterías y reubicación de libros.
Pedimos por anticipado disculpas a l@s usuari@s de la biblioteca por las molestias.
Si el corazón pensara dejaría de latir
Ahora sabemos que el
capitán Alegría eligió su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo
del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sin
pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó
el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer
implorante y, ante un enemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un
rendido!».
Bajo un aire tibio, transparente
como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el
estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia
litúrgica, no bélica. «Soy un rendido.» Durante dos o tres noches, nos consta,
el capitán Alegría estuvo definiendo este momento. Es probable que se negara a
decir «me rindo» porque esa frase respondería a algo congelado en un instante
cuando la verdad es que él se había ido rindiendo poco a poco. Primero se
rindió, después se entregó al enemigo. Cuando tuvo oportunidad de hablar de
ello, definió su gesto como una victoria al revés. «Aunque todas las guerras se
pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir
entre ganar una guerra o conquistar un cementerio», concluía en una carta que
escribió a su novia Inés en enero de 1938. Ahora sabemos que él, sin saberlo,
había rechazado de antemano ambas opciones.
Sabiendo ahora lo que
sabemos de Carlos Alegría, podemos afirmar que durante el tránsito entre las
dos trincheras sólo escuchó el alboroto de su pánico. Todos los ruidos, todas
las explosiones, todos los gritos, fueron absorbidos por el silencio de la
noche. Madrid estaba al fondo como un escenario, salpicando la tibieza del aire
con los perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba a su pesar. Madrid
se agazapaba.
Así comenzó la derrota
del capitán Alegría. Durante tres largos años había observado a ese enemigo
desarrapado y paisano, resignado a que otro ejército, el suyo, anonadara esa
ciudad inmóvil, silenciosa, que había trazado sus límites al azar, tras unas
trincheras desde las que hacía tiempo nadie esperaba un ataque. «La violencia y
el dolor, la rabia y la debilidad, se amalgaman con el tiempo en una religión
de supervivencias, en un ritual de esperas donde entonan la misma salmodia el
que mata y el que muere, la víctima y su verdugo; ya sólo se habla la lengua de
la espada o el idioma de la herida», escribió Alegría a su profesor de Derecho
Natural en Salamanca dos meses antes de rendirse al enemigo.
Tres años dedicado a
la intendencia con el rigor maniático del agrimensor, con la intransigencia del
hijo único, para que nadie obtuviera un proyectil sin la orden oportuna ni a
nadie le faltara el rancho para seguir combatiendo. Fueron también tres años
escrutando la derrota con los prismáticos verdosos que su centro de Intendencia
distribuía regularmente entre los estrategas de la guerra, entre los
observadores del combate, entre los curiosos de la muerte. Los horrores que no
vio se los habían contado.
Desde su adarve,
observaba al enemigo, le veía ir y venir de la oficina al frente, del frente al
taller, del ejército a la familia, de la rutina a la muerte. Al principio pensó
que era un ejército sin alma de ejército y que por ello debería ser vencido.
Con el tiempo, llegó a la conclusión —y así lo reflejó en sus cartas— de que
era un ejército civil, «que es lo mismo que ser un ave subterránea o una
alimaña angélica». Finalmente, viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a
cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la
derrota convirtió a aquellos milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre
lleva las de perder el que más muertos sepulta.
La primera vez que el
capitán Alegría estuvo cerca del riesgo fue, precisamente, el día que comienza
esta historia. Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse,
entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un
rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo. Alegría insistió
varias veces sobre ello cuando fue acusado de traición. Pero eso ocurrió más
tarde.
En una confidencia
inoportuna que días más tarde utilizaría el fiscal militar para pedir su muerte
con ignominia, Alegría confesó a un suboficial intachable que los defensores de
la República hubieran humillado más al ejército de Franco rindiéndose el primer
día de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra,
fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba.
Sin muertos, dijo, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados.
Aunque se unió al
ejército sublevado en julio de 1936, al principio estuvo bajo la indecisión de
sus mandos, que no veían en aquel alférez provisional las cualidades de un
guerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde su rectitud y su
formación serían más útiles que en el campo de batalla. Sin embargo, sabemos
por los comentarios a sus compañeros de armas que un cansancio sumergido y el
pasar de los muertos le transformó, según sus propias palabras, en un vivo
rutinario. Aun así, a finales de 1938, fue ascendido al grado de capitán para
premiar su celo.
Alberto Méndez,
Los girasoles ciegos (2004)
Elegía I
Mi alma es casi dichosa y casi triste
porque el cielo es el mismo cielo de nuestra dicha
y el amor que me inspira,
ay, es el mismo amor de aquellos días.
Y por eso mi alma, triste y dichosa a un tiempo,
es igual que una virgen embriagada
o una antigua bacante
que ríe y llora ebria en las colinas,
y está loca de vientos y de lunas,
de soles y de pinos y de altura,
y llora y ríe sin saber qué hace
y sus pies en las flores despiertan leve música
y el torrente acompaña sus éxtasis salvajes
y el crepúsculo besa sus mejillas
y la creación resuena a su voz amorosa
y le responde con ardientes ecos,
y a través de la sombra
con sus astros lejanos le contestan los cielos.
Así, mi alma no sabe qué dice ni qué calla
y está casi dichosa y casi triste
y sin saber por qué llora y sonríe
y canta y se lamenta,
y va como una virgen destrenzada y desnuda
por valles y montañas,
y los pastores huyen a su paso
y las mozas se ocultan para verla,
y su fervor por todo es tan divino,
y su amor tan ardiente
que nadie lo comparte,
y por eso va sola
por las verdes colinas y las montañas grises,
sola, casi dichosa y casi triste.
porque el cielo es el mismo cielo de nuestra dicha
y el amor que me inspira,
ay, es el mismo amor de aquellos días.
Y por eso mi alma, triste y dichosa a un tiempo,
es igual que una virgen embriagada
o una antigua bacante
que ríe y llora ebria en las colinas,
y está loca de vientos y de lunas,
de soles y de pinos y de altura,
y llora y ríe sin saber qué hace
y sus pies en las flores despiertan leve música
y el torrente acompaña sus éxtasis salvajes
y el crepúsculo besa sus mejillas
y la creación resuena a su voz amorosa
y le responde con ardientes ecos,
y a través de la sombra
con sus astros lejanos le contestan los cielos.
Así, mi alma no sabe qué dice ni qué calla
y está casi dichosa y casi triste
y sin saber por qué llora y sonríe
y canta y se lamenta,
y va como una virgen destrenzada y desnuda
por valles y montañas,
y los pastores huyen a su paso
y las mozas se ocultan para verla,
y su fervor por todo es tan divino,
y su amor tan ardiente
que nadie lo comparte,
y por eso va sola
por las verdes colinas y las montañas grises,
sola, casi dichosa y casi triste.
Ricardo Molina, Elegías de Sandua
La sequía y la ruta 66
Las
últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los
campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los
arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los
arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron
las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo
oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde. A
finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían
estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió un
día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el borde
de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y después
de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse
oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la
superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo
palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el
campo gris.
En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en
secos riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron
pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas
del maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron
dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja
se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más
cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y
alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo
hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra
palideció día a día.
En las carreteras por donde se movían los troncos de
animales, donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la
removían, la costra se rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se
moviera levantaba polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa
que le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las
cercas y un automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba
mucho en volver a asentarse.
A mediados de junio llegaron grandes nubes
procedentes de Texas y del Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En
los campos, los hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y
levantaron dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los caballos
mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia
dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras
ellas el cielo volvió a ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres
donde las gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y
nada más.
Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el
norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un
día y el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo
subió de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos
e invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se
estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a
poco el polvo se mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra,
soltó el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de
la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire
penachos grises como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido
seco, impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino
que desapareció en el oscuro cielo.
El viento creció, removió bajo las piedras,
levantó paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una estela
mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol
brilló rojizo a través de ellos, y el aire se volvió áspero y picante. Por la
noche el viento corrió más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre las
raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas hojas hasta que el viento
entrometido liberó las raíces y, entonces, los tallos se ladearon cansinos
hacia la tierra apuntando en la dirección del viento.
Llegó
la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un débil
círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día,
el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó sobre el
maíz caído.
Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y
para salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas.
La noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron
atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban
más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con
el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a cal y
canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que entró
era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera polen en
sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros.
Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas.
A media noche
el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de polvo amortiguaba
el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento
paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados en
silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos, un
canto amortiguado y las personas se removieron inquietas en sus camas deseando
que llegara la mañana. Sabían que el polvo tardaría mucho tiempo en dejar el
aire y asentarse. Por la mañana el polvo colgó como una niebla y el sol era de
un rojo intenso, igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día
siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme cubrió
la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de los postes de las cercas y
sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la maleza y los árboles.
Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se
cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las
casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia.
Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder,
muriendo deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película de
polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para
ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo.
Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia que
el maíz se perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron
cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y pusieron sus
sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se vendrían
abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con esmero,
sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los
abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la
superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la
expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir.
Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se
derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron:
No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la situación tenía
arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron en lo más hondo
que no había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban
enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar y los niños
empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día avanzaba, el sol fue
perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra cubierta de polvo. Los
hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon con palitos y piedras
pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y calculando.
John
Steinbeck, Las uvas de la ira
La tela de Penélope, o quién engaña a quién
Hace
muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante
sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada
cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la
cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice
la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a
pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus
interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas
sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo
y a buscarse a sí mismo.
De
esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus
pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba
mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a
veces dormía y no se daba cuenta de nada.
Augusto
Monterroso, Cuentos.
Habla Juan de Mairena a sus alumnos
I
La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Agamenón.-Conforme.
El porquero.-No me convence.
**
(Mairena[1],
en su clase de Retórica y Poética.)
—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios
que acontecen en la rúa.»
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle.»
Mairena.-No está mal.
**
—Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada.
La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia,
aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita,
donde antes se había enterrado la palabra hablada. En todo orador de nuestros
días hay siempre un periodista chapucero. Lo importante es hablar bien: con
viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por añadidura.
**
[1]
Juan de Mairena es poeta, filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar.
Nació en Sevilla (1865). Murió en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poética, de una colección de
poesías, Coplas mecánicas, y de un
tratado de metafísica: Los siente
reversos.
La famosa cuestión
HAMLET
Ser o no ser… He ahí el dilema.
¿Qué es
mejor para el alma,
sufrir insultos
de Fortuna, golpes, dardos,
o levantarse
en armas contra el océano del mal,
y oponerse
a él y que así cesen? Morir, dormir…
Nada más;
y decir así que con un sueño
damos fin a las llagas del corazón
y a todos
los males, herencia de la carne,
y decir:
ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir,
dormir…
¡Soñar acaso! ¡Qué difícil! Pues en el sueño
de la
muerte ¿qué sueños sobrevendrán
cuando despojados
de ataduras mortales
encontremos
la paz? He ahí la razón
por la que
tan longeva llega a ser la desgracia.
¿Pues
quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,
la injusticia
del tirano, la afrenta del soberbio,
la
angustia del amor despreciado, la espera del juicio,
la
arrogancia del poderoso, y la humillación
que la
virtud recibe de quien es indigno,
cuando uno
mismo tiene a su alcance el descanso
en el filo
desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar
tanto?
¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una carga
tan
pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte
—ese país
por descubrir, de cuyos confines
ningún viajero
retorna— que confunde la voluntad
haciéndonos
pacientes ante el infortunio
antes que
volar hacia un mal desconocido.
La
conciencia, así, hace a todos cobardes
y, así, el
natural color de la resolución
se desvanece
en tenues sombras del pensamiento;
y así
empresas de importancia, y de gran valía,
llegan a
torcer su rumbo al considerarse
para nunca
volver a merecer el nombre
de la
acción. Pero, silencio… la hermosa Ofelia ¡Ninfa,
en tus
plegarias, jamás olvides mis pecados!
W.
Shakespeare, Hamlet. Traducción del Instituto
Shakespeare. Ediciones Octaedro, Barcelona, 1999.
Beatus ille: el nacimiento de un tópico literario y la ironía
Dichoso aquél que vive, lejos de los
negocios,
como la antigua grey de los mortales;
y, con sus propios bueyes, labra el
campo paterno,
libre del interés y de la usura.
No le despierta el fiero toque de la
trompeta,
ni le aterra la mar embravecida;
y esquiva el foro público, y el
umbral altanero
de las aristocráticas mansiones.
Enlaza, sabiamente, los elevados
álamos
con el pujante brote de las vides;
o, en apartado valle, vigila los
rebaños
de las reses que mugen y campean;
o poda con su hoz las inútiles ramas,
trasplantando las más reverdecidas;
o pone en limpios cántaros las
estrujadas mieles,
o trasquila a las tímidas ovejas.
Y cuando alza el otoño su cabeza en
los campos,
ornada con los frutos más suaves,
¡cómo goza cogiendo las injertadas
peras
y unas uvas más rojas que la púrpura
para obsequiarte a ti, Príapo, y a
ti, Padre
Silvano, protector de sus linderos!
Le gusta descansar bajo la vieja
encina,
o en el tupido césped de algún prado;
mientras, las aguas corren por sus
cauces profundos,
los pájaros se quejan en los bosques
y las fuentes murmuran en sus
manantiales,
invitando a una leve somnolencia.
Y cuando el crudo invierno de Júpiter
tonante
aguaceros y nieve nos depara,
empuja hacia las redes con una gran
jauría,
de aquí y de allá, a los fieros
jabalíes;
o extiende claras mallas con una
breve pértiga
para atrapar a los voraces tordos;
o a la asustada liebre, y a la
emigrante grulla,
apresa con el lazo como un triunfo.
Con todas estas cosas, ¿quién hay que
no se olvide
de las penosas cuitas del amor?
Es más, si una mujer, atenta y
pudorosa,
cuida su casa y a sus dulces hijos,
y, cual una sabina, curtida por el
sol
como la esposa de un veloz apulio,
pone los troncos secos en el fuego
sagrado
a la llegada del cansado esposo,
y, encerrando el ganado en trenzados
apriscos,
deja vacías las repletas ubres,
y, sacando del ánfora más preciada el
buen mosto,
le prepara manjares no comprados,
entonces no querrá las ostras del
Lucrino,
ni los escaros, ni los rodaballos,
aunque los arrojaran a nuestros
propios mares
las tormentas que braman en Oriente;
ni llenarán su vientre las aves
africanas,
ni el delicado francolín de Jonia,
ni serán más sabrosos que la fruta
escogida
de las cuajadas ramas del olivo,
o plantas de acedera, que crecen en
los prados,
y malvas, sanas para el cuerpo
enfermo,
o el cordero que inmolan las fiestas
Terminales,
o un tierno chivo arrebatado al lobo.
Con esta rica cena, ¡qué grato es
contemplar
a las ovejas retornando a casa,
a los pausados bueyes arrastrando el arado
a los pausados bueyes arrastrando el arado
—puesto al revés— con su cansino
cuello,
y a los esclavos, signo de una rica
familia,
alrededor de los radiantes Lares!
Cuando dijo estas cosas el usurero
Alfio,
que desde ahora un labrador sería,
tomó todo el dinero que recogió en
los Idus
y lo prestó de nuevo en las Calendas.
Versión de
Esteban Torre
*
Beatus ille qui procul negotiis,ut prisca gens mortalium,
paterna rura bobus exercet suis
solutus omni faenore
neque excitatur classico miles truci
neque horret iratum mare
forumque vitat et superba civium
potentiorum limina.
ergo aut adulta vitium propagine
altas maritat populos
aut in reducta valle mugientium
prospectat errantis greges
inutilisque falce ramos amputans
feliciores inserit
aut pressa puris mella condit
amphoris
aut tondet infirmas ovis.
vel cum decorum mitibus pomis caput
Autumnus agris extulit,
ut gaudet insitiva decerpens pira
certantem et uvam purpurae,
qua muneretur te, Priape, et te,
pater
Silvane, tutor finium.
libet iacere modo sub antiqua ilice,
modo in tenaci gramine:
labuntur altis interim ripis aquae,
queruntur in silvis aves
fontesque lymphis obstrepunt
manantibus,
somnos quod invitet levis.
at cum tonantis annus hibernus Iovis
imbris nivisque conparat,
aut trudit acris hinc et hinc multa
cane
apros in obstantis plagas
aut amite levi rara tendit retia
turdis edacibus dolos
pavidumque leporem et advenam laqueo
gruem
iucunda captat praemia.
quis non malarum quas amor curas
habet
haec inter obliviscitur?
quodsi pudica mulier in partem iuvet
domum atque dulcis liberos,
Sabina qualis aut perusta solibus
pernicis uxor Apuli,
sacrum vetustis exstruat lignis focum
lassi sub adventum viri
claudensque textis cratibus laetum
pecus
distenta siccet ubera
et horna dulci vina promens dolio
dapes inemptas adparet:
non me Lucrina iuverint conchylia
magisve rhombus aut scari,
siquos Eois intonata fluctibus
hiems ad hoc vertat mare,
non Afra avis descendat in ventrem
meum,
non attagen Ionicus
iucundior quam lecta de pinguissimis
oliva ramis arborum
aut herba lapathi prata amantis et
gravi
malvae salubres corpori
vel agna festis caesa Terminalibus
vel haedus ereptus lupo.
has inter epulas ut iuvat pastas ovis
videre properantis domum,
videre fessos vomerem inversum boves
collo trahentis lánguido
positosque vernas, ditis examen
domus,
circum renidentis Lares.
haec ubi locutus faenerator Alfius,
iam iam futurus rusticus,
omnem redegit idibus pecuniam,
quaerit kalendis ponere.
Quinto Horacio Flaco, Épodos, II.
Carros de fuego
Hacia las seis les llegó cierto tufo. Humo de leña quemada. Se
despabilaron un poco de su media
soñorra.
—Coñó, Manuel, huele a hoguera.
El otro olfateó.
—Es cierto.
Levantó la cabeza sobre la trinchera.
Se aparejó los gemelos y quedó fijo en una era que había a su izquierda y al
otro lado de la carretera bastante separada de la finca.
—¿Qué es?
—Van a quemar carros.
—Ya, otro auto de fe —comentó don
Lotario con sus labios de piedra pómez.
— Querrá usted decir otro carro de fe…
Qué tiempos —siguió el guardia sin quitarse los gemelos.
—Deben
ir ya quemados más de tres mil carros en este pueblo… Y no digamos en la
provincia… Están quemando una edad que ha durado desde la prehistoria hasta
nuestros días. Supongo que en otros países más listos estas hogueras las
encendieron hace ya bastantes años.
Sobre
las piedras de la era habían preparado montones de gavillas de sarmientos.
Chicos y gañanes las hacinaban bajo y sobre los carros: rodeándolos, entre las
ruedas, sobre el tablero. Eran cientos y cientos de gavillas. Los condenados en
aquella tarde debían ser ocho o diez carros. Todos los de una labranza grande.
La
hacina era más que regular. Y sobre ella asomaban los varales y escaleras de
aquellos carros de roble americano que costaron un dineral y que ya no había
sitio para ellos. Carros que habían quebrado durante siglos los empedrados y
luego los adoquines de las calles del pueblo.
Los construyeron aquellos carreteros
parsimoniosos y artesanos que hubo por las calles del pueblo hasta ayer mismo.
Y don Lotario recordaba al hermano
Gayo, con sus barbas de profeta y el largo mandil, acuchillando el roble,
puliendo los radios de la rueda, hembrando el cubo. Y al viejo Lillo, con la
brocha en la mano pintando los “rayos”, como allí los llamaban, o aplicando las
poleas de cadena de los carretones que llevaban las cubas de vino a la
estación.
Las
carreterías solían ser grandes encamarados. Cuando las piezas estaban cortadas
y en condiciones, los armaban en la calle, con mucha paciencia, rodeados de
muchachos y amigos. Carros de una mula, grandones y sólidos, de tipo
valenciano. Carros alevines para el tiro de un asno. Carracos de yunta con una
sola lanza. Galeras con miriñaque volador para llevar mieses; y los carretones
de vino. Los carretones, al cabo de los años, olían a odre y las galeras de
cuatro ruedas y con platillos sonaban por la siesta sobre los empedrados con un
ruido de crótalos metálicos.
Trabajo
les costó a los alcaldes silenciar las galeras, suprimir aquellos platillos que
atronaban las tardes de agosto y las madrugadas.
Habían
prendido fuego a los bordes de aquella parva de gavillas por distintos lados, y
el humo se extendía por todo aquel llano.
F.
García Pavón, El rapto de las Sabinas. Ediciones
Destino, Barcelona, 1969
Paisaje, tiempo, ruina
Es
cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo
el antiguo camino real –porque el moderno dejó de serlo– se ve obligado a
atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un
momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no
hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día
tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar
su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva
imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien –tranquilo,
sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a
los reproches– dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de
cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos,
extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos
círculos.
Para
llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas
carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso
de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos
valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo
largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El
desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud
media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que
con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los
ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da
lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de
haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo
pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en
la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie
de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la
cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de
Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.
Casi
todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad
que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba
de la vega de Ferrellan el río, en un valle en artesa, se divide en una serie
de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre
terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible
construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera
desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de
carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace
rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por
los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no
existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde –excepto
los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada–
corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A
medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo
suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de
caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas
azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un
monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en
el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de
montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de
altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de
salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de
barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:
Se prohíbe
el paso.
Propiedad
privada.
(Juan Benet, Volverás a Región. Ediciones Destino, Barcelona, 1981)
*
XX Certamen de Narrativa Corta "Villa de Torrecampo"
Estimadas
vecinas y vecinos:
Como bien
sabéis, y por desgracia, la pandemia del coronavirus ha obligado a suspender la
romería y fiestas del Primero de Mayo; uno de los actos previstos, ya
tradicional en el programa de actos, era la ceremonia de entrega del Premio de
Narrativa Corta, que tendría que haberse celebrado hoy, 2 de mayo, en la Casa
de la Cultura.
Este acto de
entrega es el último eslabón de una cadena que comenzó en noviembre de 2019,
cuando se hicieron públicas las bases del XX Certamen de Narrativa Corta «Villa
de Torrecampo». Una vez finalizado el plazo de recepción de trabajos, el 10 de
enero de 2010, se hizo el reparto de copias a las 24 personas que han hecho una
primera lectura y preselección. La tercera fase del proceso comenzó el 6 de marzo
de 2010, con la entrega de las obras preseleccionadas al Jurado del Certamen,
que debería emitir su fallo el 17 de abril.
Dado el estado
de alarma y el aislamiento preventivo de la población, y la cercanía de la fecha
del fallo, la organización del Certamen consultó con el Presidente del Jurado y
con la Alcaldía, que dieron el visto bueno para que el proceso continuase y se
hiciera público el fallo en la fecha establecida, el 17 de abril, como se hizo,
anunciándolo en la página web del Ayuntamiento y en las redes sociales.
En lugar del
acto de entrega, se ha visto conveniente publicar los siguientes contenidos en
la página web del Ayuntamiento y en este blog —Una torre de libros— los siguientes materiales:
1. Saluda del Presidente del Jurado.
2. Copia del acta emitida por el Jurado
en fecha de 17 de abril.
3. Vídeo del autor galardonado.
4. Cuento premiado.
Agradecemos desde aquí la encomiable labor
de las 24 personas que hicieron la primera lectura y la preselección de 15 obras,
de entre las 152 presentadas, aplicando rigurosos criterios en lo referente a
la calidad de las mismas, así como la implicación de todos los miembros del
Jurado, su esfuerzo, su sentido de la responsabilidad y su impecable labor.
Finamente, nuestro agradecimiento a
la Hermandad de Nuestra Señora de las Veredas, y a la Asociación Benéfico
Sociocultural y Deportiva PRASA-Torrecampo, patrocinadoras, junto con el
Ayuntamiento, del Certamen de Narrativa Corta.
Con el deseo de que el año que viene
podamos encontrarnos en la Casa de la Cultura, un cordial saludo.
Felices fiestas.
1. Saluda del Presidente del Jurado
2. Acta del Jurado (17 de abril de 2020)
3. Vídeo de Ricardo Martí Ruiz
4. La entrometida vecina de Dios (Texto completo)
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