Carros de fuego




Hacia las seis les llegó cierto tufo. Humo de leña quemada. Se despabilaron un  poco de su media soñorra.
         —Coñó, Manuel, huele a hoguera.
         El otro olfateó.
         —Es cierto.
         Levantó la cabeza sobre la trinchera. Se aparejó los gemelos y quedó fijo en una era que había a su izquierda y al otro lado de la carretera bastante separada de la finca.
         —¿Qué es?
         —Van a quemar carros.
         —Ya, otro auto de fe —comentó don Lotario con sus labios de piedra pómez.
   Querrá usted decir otro carro de fe… Qué tiempos —siguió el guardia sin quitarse los gemelos.
—Deben ir ya quemados más de tres mil carros en este pueblo… Y no digamos en la provincia… Están quemando una edad que ha durado desde la prehistoria hasta nuestros días. Supongo que en otros países más listos estas hogueras las encendieron hace ya bastantes años.
Sobre las piedras de la era habían preparado montones de gavillas de sarmientos. Chicos y gañanes las hacinaban bajo y sobre los carros: rodeándolos, entre las ruedas, sobre el tablero. Eran cientos y cientos de gavillas. Los condenados en aquella tarde debían ser ocho o diez carros. Todos los de una labranza grande.
La hacina era más que regular. Y sobre ella asomaban los varales y escaleras de aquellos carros de roble americano que costaron un dineral y que ya no había sitio para ellos. Carros que habían quebrado durante siglos los empedrados y luego los adoquines de las calles del pueblo.
         Los construyeron aquellos carreteros parsimoniosos y artesanos que hubo por las calles del pueblo hasta ayer mismo.
         Y don Lotario recordaba al hermano Gayo, con sus barbas de profeta y el largo mandil, acuchillando el roble, puliendo los radios de la rueda, hembrando el cubo. Y al viejo Lillo, con la brocha en la mano pintando los “rayos”, como allí los llamaban, o aplicando las poleas de cadena de los carretones que llevaban las cubas de vino a la estación.
Las carreterías solían ser grandes encamarados. Cuando las piezas estaban cortadas y en condiciones, los armaban en la calle, con mucha paciencia, rodeados de muchachos y amigos. Carros de una mula, grandones y sólidos, de tipo valenciano. Carros alevines para el tiro de un asno. Carracos de yunta con una sola lanza. Galeras con miriñaque volador para llevar mieses; y los carretones de vino. Los carretones, al cabo de los años, olían a odre y las galeras de cuatro ruedas y con platillos sonaban por la siesta sobre los empedrados con un ruido de crótalos metálicos.
Trabajo les costó a los alcaldes silenciar las galeras, suprimir aquellos platillos que atronaban las tardes de agosto y las madrugadas.
Habían prendido fuego a los bordes de aquella parva de gavillas por distintos lados, y el humo se extendía por todo aquel llano.

F. García Pavón, El rapto de las Sabinas. Ediciones Destino, Barcelona, 1969




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