Es
cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo
el antiguo camino real –porque el moderno dejó de serlo– se ve obligado a
atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un
momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no
hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día
tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar
su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva
imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien –tranquilo,
sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a
los reproches– dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de
cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos,
extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos
círculos.
Para
llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas
carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso
de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos
valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo
largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El
desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud
media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que
con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los
ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da
lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de
haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo
pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en
la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie
de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la
cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de
Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.
Casi
todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad
que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba
de la vega de Ferrellan el río, en un valle en artesa, se divide en una serie
de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre
terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible
construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera
desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de
carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace
rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por
los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no
existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde –excepto
los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada–
corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A
medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo
suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de
caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas
azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un
monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en
el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de
montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de
altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de
salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de
barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:
Se prohíbe
el paso.
Propiedad
privada.
(Juan Benet, Volverás a Región. Ediciones Destino, Barcelona, 1981)
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