Las
últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los
campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los
arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los
arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron
las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo
oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde. A
finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían
estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió un
día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el borde
de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y después
de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse
oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la
superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo
palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el
campo gris.
En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en
secos riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron
pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas
del maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron
dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja
se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más
cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y
alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo
hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra
palideció día a día.
En las carreteras por donde se movían los troncos de
animales, donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la
removían, la costra se rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se
moviera levantaba polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa
que le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las
cercas y un automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba
mucho en volver a asentarse.
A mediados de junio llegaron grandes nubes
procedentes de Texas y del Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En
los campos, los hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y
levantaron dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los caballos
mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia
dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras
ellas el cielo volvió a ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres
donde las gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y
nada más.
Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el
norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un
día y el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo
subió de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos
e invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se
estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a
poco el polvo se mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra,
soltó el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de
la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire
penachos grises como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido
seco, impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino
que desapareció en el oscuro cielo.
El viento creció, removió bajo las piedras,
levantó paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una estela
mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol
brilló rojizo a través de ellos, y el aire se volvió áspero y picante. Por la
noche el viento corrió más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre las
raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas hojas hasta que el viento
entrometido liberó las raíces y, entonces, los tallos se ladearon cansinos
hacia la tierra apuntando en la dirección del viento.
Llegó
la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un débil
círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día,
el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó sobre el
maíz caído.
Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y
para salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas.
La noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron
atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban
más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con
el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a cal y
canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que entró
era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera polen en
sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros.
Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas.
A media noche
el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de polvo amortiguaba
el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento
paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados en
silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos, un
canto amortiguado y las personas se removieron inquietas en sus camas deseando
que llegara la mañana. Sabían que el polvo tardaría mucho tiempo en dejar el
aire y asentarse. Por la mañana el polvo colgó como una niebla y el sol era de
un rojo intenso, igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día
siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme cubrió
la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de los postes de las cercas y
sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la maleza y los árboles.
Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se
cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las
casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia.
Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder,
muriendo deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película de
polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para
ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo.
Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia que
el maíz se perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron
cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y pusieron sus
sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se vendrían
abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con esmero,
sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los
abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la
superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la
expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir.
Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se
derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron:
No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la situación tenía
arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron en lo más hondo
que no había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban
enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar y los niños
empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día avanzaba, el sol fue
perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra cubierta de polvo. Los
hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon con palitos y piedras
pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y calculando.
John
Steinbeck, Las uvas de la ira
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