Ahora sabemos que el
capitán Alegría eligió su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo
del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sin
pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó
el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer
implorante y, ante un enemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un
rendido!».
Bajo un aire tibio, transparente
como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el
estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia
litúrgica, no bélica. «Soy un rendido.» Durante dos o tres noches, nos consta,
el capitán Alegría estuvo definiendo este momento. Es probable que se negara a
decir «me rindo» porque esa frase respondería a algo congelado en un instante
cuando la verdad es que él se había ido rindiendo poco a poco. Primero se
rindió, después se entregó al enemigo. Cuando tuvo oportunidad de hablar de
ello, definió su gesto como una victoria al revés. «Aunque todas las guerras se
pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir
entre ganar una guerra o conquistar un cementerio», concluía en una carta que
escribió a su novia Inés en enero de 1938. Ahora sabemos que él, sin saberlo,
había rechazado de antemano ambas opciones.
Sabiendo ahora lo que
sabemos de Carlos Alegría, podemos afirmar que durante el tránsito entre las
dos trincheras sólo escuchó el alboroto de su pánico. Todos los ruidos, todas
las explosiones, todos los gritos, fueron absorbidos por el silencio de la
noche. Madrid estaba al fondo como un escenario, salpicando la tibieza del aire
con los perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba a su pesar. Madrid
se agazapaba.
Así comenzó la derrota
del capitán Alegría. Durante tres largos años había observado a ese enemigo
desarrapado y paisano, resignado a que otro ejército, el suyo, anonadara esa
ciudad inmóvil, silenciosa, que había trazado sus límites al azar, tras unas
trincheras desde las que hacía tiempo nadie esperaba un ataque. «La violencia y
el dolor, la rabia y la debilidad, se amalgaman con el tiempo en una religión
de supervivencias, en un ritual de esperas donde entonan la misma salmodia el
que mata y el que muere, la víctima y su verdugo; ya sólo se habla la lengua de
la espada o el idioma de la herida», escribió Alegría a su profesor de Derecho
Natural en Salamanca dos meses antes de rendirse al enemigo.
Tres años dedicado a
la intendencia con el rigor maniático del agrimensor, con la intransigencia del
hijo único, para que nadie obtuviera un proyectil sin la orden oportuna ni a
nadie le faltara el rancho para seguir combatiendo. Fueron también tres años
escrutando la derrota con los prismáticos verdosos que su centro de Intendencia
distribuía regularmente entre los estrategas de la guerra, entre los
observadores del combate, entre los curiosos de la muerte. Los horrores que no
vio se los habían contado.
Desde su adarve,
observaba al enemigo, le veía ir y venir de la oficina al frente, del frente al
taller, del ejército a la familia, de la rutina a la muerte. Al principio pensó
que era un ejército sin alma de ejército y que por ello debería ser vencido.
Con el tiempo, llegó a la conclusión —y así lo reflejó en sus cartas— de que
era un ejército civil, «que es lo mismo que ser un ave subterránea o una
alimaña angélica». Finalmente, viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a
cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la
derrota convirtió a aquellos milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre
lleva las de perder el que más muertos sepulta.
La primera vez que el
capitán Alegría estuvo cerca del riesgo fue, precisamente, el día que comienza
esta historia. Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse,
entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un
rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo. Alegría insistió
varias veces sobre ello cuando fue acusado de traición. Pero eso ocurrió más
tarde.
En una confidencia
inoportuna que días más tarde utilizaría el fiscal militar para pedir su muerte
con ignominia, Alegría confesó a un suboficial intachable que los defensores de
la República hubieran humillado más al ejército de Franco rindiéndose el primer
día de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra,
fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba.
Sin muertos, dijo, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados.
Aunque se unió al
ejército sublevado en julio de 1936, al principio estuvo bajo la indecisión de
sus mandos, que no veían en aquel alférez provisional las cualidades de un
guerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde su rectitud y su
formación serían más útiles que en el campo de batalla. Sin embargo, sabemos
por los comentarios a sus compañeros de armas que un cansancio sumergido y el
pasar de los muertos le transformó, según sus propias palabras, en un vivo
rutinario. Aun así, a finales de 1938, fue ascendido al grado de capitán para
premiar su celo.
Alberto Méndez,
Los girasoles ciegos (2004)
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